domingo, 17 de noviembre de 2019

El telegrama


Luis fumaba tranquilamente en su pipa inglesa, una magnífica Dunhill Bruyere, en el salón de su casa mientras leía el periódico del día. Las noticias eran un poco inquietantes, pues hablaban de unos extraños sucesos, asesinatos sin esclarecer y aparentemente cometidos por un asesino en serie, pues seguían un mismo patrón y que habían estado teniendo lugar en distintos puntos de la ciudad en las últimas semanas. La policía, decía la prensa, no tenía pistas que seguir pues el asesino había actuado con tal perfección que no había dejado rastro alguno. La única pista que tenían los agentes y lo que tenían en común todas las víctimas es que habían recibido una serie de telegramas misteriosos pocos días antes de morir, provenientes de un remitente desconocido, pues, al buscar la dirección desde donde se habrían enviado las misivas, se habían dado cuenta de que era inexistente o que el remitente había desaparecido. Por lo demás, los asesinados poco tenían en común: un panadero, una mujer entrada en años, un estudiante de medicina y una prostituta de uno de los barrios marginales de la ciudad.
Luis seguía enfrascado en la lectura de esta noticia cuando entró Genaro, el criado que llevaba trabajando para él desde hacía más de una década, con una pequeña bandeja de plata en la que había un sobre. Dentro de ese sobre había un telegrama.
--Ha llegado este telegrama para el señor.
--Gracias, Genaro –puedes retirarte.
Luis abrió el sobre y leyó el telegrama que decía de forma escueta:
--Será dentro de tres días.
Luis se sobresaltó. En el telegrama su dirección y un remitente cuyo nombre desconocía: Abadon Belial, Calle del Hades 6.
¿Quién sería este tal Sr. Belial? Luis no conocía a nadie que respondiera a ese nombre. ¿Y qué querría decir el telegrama? ¿Qué habría de pasar dentro de tres días? Luis se acordó de la noticia que acababa de leer y se aterrorizó: ¿Sería este el famoso asesino que busca la policía? ¿Sería él la nueva víctima? Un escalofrío le recorrió el cuerpo y sintió que se le encogía el estómago. Le sudaban las palmas de las manos y sentía el corazón latir tan fuerte que pensaba que se le iba a escapar por la boca. Con el susto, la pipa se había apagado. Buscó la caja de cerillas e intentó volverla a encender, pero con los nervios soltó la caja y todas las cerillas acabaron desparramadas por el suelo. Buscó el nombre de Belial en su agenda y no lo encontró. Tampoco encontró Abadon. ¿Sería extranjero? Parecía un nombre eslavo o quizás hebreo.
Esa noche durmió poco. Tuvo pesadillas y el sueño fue muy inquieto. Se despertó varias veces bañado en sudor. Presentía que algo iba a ocurrir. Algo terrible y oscuro se cernía sobre su destino.
Al día siguiente y casi a la misma hora, Genaro trajo de nuevo la bandejita plateada con un nuevo telegrama. Mismo remitente. El texto decía.
--Dos días para el fin.
Luis miraba las letras sin verlas. Estaba pálido como una pared. ¿Dos días para el fin de qué? ¿Sería un anuncio de su muerte? De pronto le vino una cosa a la mente y se fue a la biblioteca y sacó uno de los volúmenes de la Enciclopedia Britannica que reinaba en la estantería. Buscó Abadon. La entrada decía:
Abadón o Abaddón  son el nombre en hebreo y en griego de un ser demoníaco con origen en la mitología hebrea. Significa destrucción o perdición. En el Antiguo Testamento, abadón se refiere a un abismo insondable, generalmente vinculado al mundo de los muertos, el Sheol.​
Luis sintió que se moría. Después buscó Belial:
Nombre que deriva del hebreo y en la Edad Media se le consideraba uno de los príncipes del Infierno.

Luis se pasó el resto del día dando vueltas alrededor de la mesa de su salita, mesándose los cabellos con la camisa a medio abrochar y sacada del pantalón. Pasó de nuevo la noche en vela. Vio amanecer y apenas probó bocado en todo el día: Genaro, su fiel lacayo, encontró la cena que le había subido la noche anterior intacta. Tampoco probó bocado a la hora del desayuno. Luis estuvo pensando en llamar a la policía, pero no lo hizo. Pensó que le tomarían por loco y que no serviría de nada.
A la misma hora de los dos días anteriores, subió Genaro el telegrama a la salita. Dejó la bandejita de plata cerca de su amo y salió de nuevo. A la hora de traerle la cena encontró a su señor desplomado sobre su silla favorita. Estaba frío como el hielo y los ojos desencajados como si hubiera visto al peor de los espectros. El médico que inspeccionó el cadáver dijo que había muerto de un infarto de miocardio. La policía leyó el telegrama que decía:
-Llegó el día. Estás muerto.
A partir de ese día nadie volvió a ver a Genaro. Tan solo un esquivo y escurridizo gato negro rondaba las inmediaciones de la casa de Luis. La policía siguió sin encontrar al asesino.

sábado, 9 de noviembre de 2019

LA NAVE


Sam abrió los ojos. Un enorme foco de luz hizo que los tuviera que volver a cerrar enseguida. Poco a poco volvió a abrir los ojos, primero dejando pasar un poco de claridad entre las pestañas, mientras se iba acostumbrando a la luz, hasta abrirlos del todo sin mirar directamente el foco de luz. Sintió que estaba tendido sobre una superficie dura y fría. Quiso frotarse los ojos con una mano, pero no pudo mover ninguna. Algo duro y fuerte que le estaba sujetando las muñecas. Intentó mover una pierna, pero tampoco pudo. Estaba atado de pies y manos. Se sentía aturdido y algo mareado como con un peso sobre la cabeza. ¿Dónde estaba? Él tan solo recordaba que se había tumbado en el sofá de su casa a dormir una siesta, cosa que solía hacer a menudo, y que se había tapado con su manta de ver la tele, junto a su perro, un enorme mastín ya algo viejo.
Volvió a cerrar los ojos porque pensó que no estaba viviendo más que un mal sueño. Al cabo de unos pocos segundos los volvió a abrir. Nada había cambiado. Seguía atado sobre esa misma superficie dura y fría. En ese momento se dio cuenta de que estaba desnudo, completamente desnudo. Su corazón le dio un vuelco. ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Qué había sido de su salón, su televisor, su sofá? Intentó desatarse, pero lo que fuera que le estaba sujetando por muñecas y tobillos se clavó con mayor vehemencia en la carne. 
Entonces gritó:
--¡Socorro!¡Socorro!¡Ayúdenme!
El silencio era aterrador.
--¡Socorrooooo!
De pronto oyó un murmullo, unos sonidos extraños de algo que se estaba acercando.
Sam calló.
El murmullo se oía cada vez más cerca. Parecía un idioma, pero desconocido para él y totalmente ininteligible.
Sam entró en pánico.
--¡Sáquenme de aquí!
El murmullo cesó durante unos segundos. Luego empezó de nuevo y se acercaba cada vez más.
De pronto sintió Sam una presencia. No podía girar la cabeza, porque estaba sujeta por un artilugio. La presencia se acercaba. Sam sudaba y entonces lo vio: sobre él se asomaba una cabeza espantosa. Blanca, con unos grandes ojos negros desproporcionados, que no dejaban espacio para la esclerótica, sin párpados, cejas, ni pestañas, una boca muy pequeña y nada de pelo. Cuando ese extraño ser se inclinó sobre Sam, a éste se le heló la sangre. Estaba tan cerca que Sam podía percibir su respiración, lenta y pausada. 
De pronto se asomaron otras tres cabezas similares a la primera sobre él, todas mirando a Sam como si le estuvieran estudiando. Las tres entidades empezaron a hablar entre sí, en ese murmullo ininteligible que Sam había oído antes.
Sam las miraba aterrado. ¿Quiénes serían esos monstruos? ¿Qué hacía él ahí? ¿Cómo había llegado hasta ese sitio?
Entonces, uno de los monstruos acercó algo parecido a una mano con cuatro dedos y le tocó la frente. Al tacto la mano era suave, pero fría como la piel de un invertebrado. De pronto sintió Sam que la entidad le hablaba sin abrir la boca y que él entendía lo que le estaba diciendo como en una transmisión de pensamiento. 
-- Estas con nosotros en nuestra nave. Te hemos llevado de tu planeta para hacer un estudio de los seres de la Tierra. Te estamos estudiando. Somos pacíficos.
La voz que oía solo en su cabeza era agradable.
--Vamos a nuestro planeta. Queremos conocer más a los humanos.
Sam intentó comunicarse con los pensamientos.
--No sabemos cuándo puedes volver. Formas parte de un importante estudio.
Los tres alienígenas le estudiaron un poco, le midieron y le tocaron todo el cuerpo, mientras tomaban notas con unos extraños aparatos Al cabo de un rato se marcharon de nuevo y le dejaron solo en la habitación. Apagaron el foco de luz y dejaron a Sam a oscuras en la habitación sobre la mesa fría. Sam tenía frío y una sed terrible. La boca la tenía seca y la lengua pastosa y las extremidades le dolían cada vez más y la espalda también le dolía. No sabía cómo moverse y estar siempre en la misma posición le resultaba cada vez más insufrible. Toda esa incomodidad se mezclaba con miedo. ¿Qué iría a ser de él?¿le abrirían en canal para estudiarle por dentro?¿Acabaría como un animal disecado en un museo de otro planeta? ¿Cuándo despertaría de esa pesadilla?
Algo terrible había ocurrido ese ese día al echarse la siesta. Unos extraterrestres le habían raptado y se lo habían llevado en una nave espacial para un estudio de los habitantes del planeta tierra. Él, Sam, un conductor de autobuses normal y corriente, divorciado que vivía con un perro había sido uno de los ejemplares de terrícolas elegidos para formar parte de ese estudio. De todos los seres humanos de la tierra, había sido él al que le había tocado ser un caso para estudio de unos extraterrestres. No podía dar crédito a su mala suerte.
Al cabo de un tiempo se abrió de nuevo la puerta y se encendió el foco. La fuerte luz le hacía daño en la retina. Pasó junto a Sam una entidad parecida a las anteriores, solo que algo más gruesa. No dijo nada, tan solo empujó la mesa sobre la que estaba tendido Sam y lo sacó de la habitación. Sam que solo podía mirar hacia arriba, pudo observar que le llevaban por un pasillo largo e iluminado con luces blancas y frías parecidas a las de neón hasta llegar hasta una celda donde el extraterrestre le desató y Sam se pudo bajar de la camilla. La celda no tenía puerta, de modo que Sam podía ver parte del pasillo por el que le habían traído. En el suelo había un camastro y sobre este un mono verde. Junto al camastro había una mesa baja con unos frascos. Por lo demás la celda no tenía ningún otro mobiliario. La entidad muda, que debía ser algo así como un celador o funcionario de prisiones abrió el frasco y sacó una pastilla que obligó a Sam a metérsela en la boca. La pastilla se deshizo sobre la lengua sin necesidad de tragársela. Inmediatamente desapareció la sensación de sed y también de hambre. Sam pensó que le habían drogado, pero casi se sintió aliviado. Se dijo a sí mismo que casi prefería estar drogado dadas las circunstancias. El celador desapareció y Sam, que sentía un poco de frío, se vistió con el mono. El tejido era ligero, pero abrigaba. Era muy agradable al tacto. Entonces intentó salir de la celda, pero recibió una fuerte descarga eléctrica que le produjo durante unos segundos un dolor insoportable. Sam se tiró al suelo. 
Cuando se le hubo pasado un poco ese dolor, se sentó sobre el camastro. Y contempló la celda. Era austera y muy limpia. Estaba carente de todo adorno y totalmente aséptica. Las paredes eran blancas y el suelo, de baldosas grises e impolutas. Levantó la cabeza y entonces vio que justo delante de la suya, al otro lado del pasillo, había otra celda similar y que había alguien dentro. Se fijó y había un hombre negro con un traje similar al suyo sentado sobre un camastro.
--Oye. Psss.
No hubo respuesta.
--Oye –dijo un poco más alto.
Entonces el negro levantó la cabeza y le saludó. Sam se acercó a la puerta.
--Hola. Me llamo Sam. ¿Hablas mi idioma?
--Sí, sí.
--¿Llevas aquí mucho tiempo? ¿Dónde estamos?
--Yo llevo un par de semanas. No sabría decirte con exactitud cuánto, porque no hay relojes ni cómo contar las horas. No hay ventanas para poder orientarte. Pero yo calculo que llevo un par de semanas, aunque pueden ser meses o años. Creo que nos llevan en esta nave porque quieren hacer un zoo o alguna especie de museo de Ciencias Naturales en su planeta. En la celda en la que estás tú, hubo antes un indio de Calcuta. Muy majete, pero hace tiempo que no lo veo. Si te digo la verdad, creo que ha muerto. Es posible que lo hayan matado. A veces te llevan a un laboratorio para hacer experimentos. En uno de los armarios del laboratorio tienen cabezas humanas que conservan en frascos, pero antes las han reducido, como lo hacían los jíbaros. Todo eso, si no te vuelves loco antes.
El negro soltó una carcajada histriónica.
--¿Qué me dices? --A Sam el corazón le dio un vuelco.
--Lo que oyes.
--A mí me han llevado a ese laboratorio. Han abierto una ficha con unos datos míos y me han medido de todo. No son agresivos, ni nunca han hecho conmigo ningún experimento raro, pero a veces se les va de las manos. Creo que vamos camino de su planeta que debe de estar muy lejos en otra galaxia. Lo que ocurre es que tienen una tecnología muy avanzada y la nave se mueve con una energía especial, como una especie de campo electromagnético que hace que la nave vuele a una velocidad superior a la de la luz. Son pacíficos y se comunican con nosotros a través del pensamiento.
--¿Hay más como nosotros?
--Sí. Somos media docena, pero no nos mezclan. Lo sé porque los veo pasar. A veces van andando y a menudo vuelven en camilla. Hay una mujer blanca, muy guapa y rubia, un chino, una mexicana, tú y yo.
--¿Y qué tipo de experimentos hacen?
--Pues, por ejemplo, te rapan un poco la cabeza y te colocan una especie de electrodos y miden cosas. No sé muy bien qué, pero salen unas cifras y unos datos en una especie de megaordenador que tienen en ese laboratorio. Claro que no entiendo nada porque tienen otra escritura diferente y los números no se parecen a los nuestros. Pero creo que tiene un idioma muy complejo y avanzado. Cuando se comunican con nosotros a través del pensamiento, tienen que bajar mucho su registro, sino no les entendemos. Son una cultura muy avanzada.
--¿Y por qué crees que quieren estudiar al ser humano?
--Pues yo creo que es una especie de estudio científico. Yo creo que nos deben clasificar como una especie muy inferior y poco desarrollada. Como animales. A veces te meten en una especie de urna, para ver si aguantas. En esa urna reproducen la presión, el clima y el aire de su planeta. A mí me lo han hecho y se aguanta bien. Es muy parecido al de la tierra. Solo que el aire es muy limpio, tan limpio que te acaba doliendo un poco la cabeza. Creo que están viendo la posibilidad de si somos capaces de sobrevivir en el planeta. Aunque casi siempre nos tienen aislados a veces nos juntan para ver cómo nos comportamos. Así que nos llevan a una sala y nos sueltan, mientras nos estudian desde detrás de unos cristales. Uno de ellos, el que más se acerca y te habla, debe de ser el jefe o el comandante de la nave. De comer tan solo te dan esas pastillas que tienes encima de la mesa. La verdad es que te quitan hambre y sed a la vez, pero tengo unas ganas de comerme un filete de verdad.
--¿Crees que volveremos algún día a casa?
--Creo que no volveremos. Nos llevan a un sitio muy lejano.
Sam se acordó de su perro, Buby, y le dio mucha pena la idea de no volverlo a ver. ¿Qué sería de él? ¿Se lo llevarían a algún refugio? Pobre, era un perro viejo y no lo iba a querer nadie.
Entonces el negro se levantó un poco la manga del uniforme. En el antebrazo llevaba un tatuaje con un símbolo extraño un triángulo equilátero con unas extrañas cifras en el centro.
--¿Eso que es? --preguntó Sam.
--A todos nos tatúan con algo parecido. Creo que es una forma de clasificarnos e inventariarnos. Lo que varía son las cifras del centro. Pronto te tatuarán la tuya también si no lo han hecho ya. Detrás de la oreja te implantarán un chip, con el que te tienen del todo controlado.
Sam se miró el brazo y efectivamente llevaba tatuado un triángulo parecido, solo que los signos eran diferentes.
--Bueno, yo ya estoy clasificado también.
Entonces sonó una fuerte sirena.
--¿Qué pasa?
--Ahora en unos segundos apagarán la luz. Te recomiendo que vayas a tu camastro y te prepares para dormir. En cuanto apagan la luz no se ve nada.
--Gracias, buenas noches.
Sam se dio la vuelta y se acercó al orinal que le habían dejado en una esquina donde desaguó, se quitó el mono verde y le dio tiempo a meterse en la cama y taparse antes de que apagaran las luces y se hiciera una oscuridad total. Pronto se durmió exhausto.
Cuando se despertó el celador que le había traído habían entrado en su celda. Le indicó que se pusiera el uniforme, y señaló el frasco de las pastillas para que se tomara una y le indicó que le siguiera. Desactivó las descargas eléctricas de la puerta de la celda de Sam y caminaron por el largo pasillo. Entonces Sam tuvo oportunidad de echar un vistazo a sus compañeros de destino que le miraban al pasar, algunos se acercaban a las puertas para verle mejor.
La mujer rubia le gritó al pasar:
--Hola guapo.
El mejicano le dijo:
--¡Otro desgraciado!
El alienígena le llevó a una especie de laboratorio con una mesa de operaciones en el centro de la sala y unas vitrinas con instrumentos de cirujano en su interior. En ese laboratorio esperaban otros tres extraterrestres. Posiblemente los mismos de la vez anterior. Todos ellos permanecieron en silencio. Sam sintió un escalofrío, las piernas le temblaban y sintió ganas de orinar, pero pudo contenerse. No sabía rezar, pero en ese momento se acordó de su dios. Entonces se acercó uno de esos seres. Eran más altos que él, medirían unos dos metros, un poco menos. El ser le miró a los ojos fijamente y Sam sintió una gran tranquilidad. Entonces le tumbaron en la mesa de operaciones y le suministraron una sustancia que le sedó.
Al despertar sintió un pequeño pinchazo debajo de la oreja derecha, en el pequeño hoyuelo que hay detrás del lóbulo y se tocó. Ahí tenía una pequeña herida, una costura minúscula de unos tres puntos. Le habían implantado un chip.  Estaba de vuelta en su celda. Se sentía un poco mareado, pero sobre todo desconcertado. Se levantó del camastro. Y comenzó a dar vueltas por la celda, después se asomó y el negro de la celda de enfrente no estaba. El pasillo estaba en silencio. No se oía nada del resto de celdas.
--¡Hola! ¿Hay alguien ahí?
Silencio.
--¡Hola! ¿Hay alguien? --dijo un poco más fuerte.
--¡Calla desgraciado! --se oyó una voz femenina desde lejos.
--¡Hola!
--¡Que te calles! --repitió la misma voz.
--¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?
--¡Y a ti qué te importa! ¡Cállate!
--¿A dónde se han llevado al negro?
--¡Eso no se pregunta! --contestó una voz masculina con acento.
--¡Quiero salir!¡Que se acabe esto ya!
Sam intentó de nuevo atravesar la barrera invisible del vano de la puerta, pero en cuanto intentó tocarla, le soltó una descarga de tal magnitud que le lanzó unos metros hacia el interior de la celda.
--¡Malditos bichos! --gritó y se apretó los dientes hasta que se pasó un poco el fuerte dolor.
Entonces se oyó un ruido por el pasillo. Una mezcla de extraños sonidos o voces, similar a lo que había oído el primer día cuando le secuestraron. Por el pasillo se acercaban algunos de los centinelas, entraron en la celda de Sam y le inyectaron una sustancia que le dejó completamente dormido durante un tiempo. Se levantó con la cabeza embotada y una sed tremenda, así que se tomó un par de las pastillas. Se sentía dolorido y febril, le dolían las articulaciones, pero aun así se paseaba como un perro enjaulado por la celda dando vueltas por toda la celda. Al cabo de un tiempo volvieron los centinelas, lo tumbaron sobre el camastro y le inyectaron una sustancia verde en el brazo. Sam intentó luchar para que no le inyectaran esa sustancia, pero ellos hicieron fuerza y lo ataron. Cuando el líquido comenzó a hacer efecto, sintió frío por los pies, un frío que le fue subiendo primero por las pantorrillas, las rodillas, los muslos, el estómago y el esternón. Cuando llegó el frío al corazón, Sam perdió el conocimiento.
Un tiempo más tarde Sam fue recobrando el conocimiento y sintió algo templado y húmedo sobre la mejilla. ¿Qué sería aquello? ¿Qué estrían haciendo con él? Abrió los ojos. Junto a su cara sintió un aliento húmedo y caliente y una fuerte respiración. Se despertó con su perro lamiéndole la cara. Sam estaba feliz de volverlo a ver. Se abrazó al animal y lo acarició. ¡Todo había sido una pesadilla solamente! La lata de sardinas que se había comido en el almuerzo debía haberle sentado mal. Volvió a acariciar al viejo animal. Se levantó para ir a la cocina y darle un poco de pienso. Al levantarse se sintió algo mareado. Entonces se miró el brazo y descubrió que ahí estaba el triángulo y los extraños símbolos. La piel estaba aún un poco irritada por el nuevo tatuaje. Sam se sobresaltó y se tocó detrás de la oreja derecha y notó una pequeña protuberancia y unos puntos.

El atraco


--No puedo, no puedo, no puedo –dijo sacándose el pasamontañas por encima de la cabeza. El cabello, corto y canoso, se le había quedado de punta y estaba pálido como un queso.
--¿Cómo que no puedes? ¡Si llevamos preparando esto hace meses! –gritó Juan.
--¡Que no puedo, leches, que no soy un ladrón! ¡Soy un albañil! ¡Un albañil! –resaltó Eugenio.
--Vamos a ver, que eres albañil, ya lo sé. Pero también tienes cincuenta y cinco años, estás en paro desde hace cuatro y no te queda más remedio. No nos queda más remedio, ¡esto ya lo habíamos hablado!
--¡Que no puedo, que no soy un ladrón! –repitió Eugenio, mientras caminaba en círculos, nervioso y retorciendo el pasamontañas entre las manos.
--¡No me jodas, tío! ¡Que esto ya lo habíamos discutido! –replicó Juan que también se sacó su pasamontañas y lo tiró al suelo.
--¡Como nos pillen, acabaremos en la cárcel y ya me contarás dónde irán a parar nuestras familias, nuestras hipotecas y la madre que nos parió! –Eugenio casi lloraba.
--Ya verás dónde acabarás tú y tu familia si vienen los del banco y os desahucian. No es la primera carta que recibís. Tenemos que atracarles antes de que vengan a por nosotros.
    Eugenio se detuvo. Sí, ya había recibido un aviso del juzgado y en breve procederían al lanzamiento por no haber pagado la hipoteca desde hacía un año. En la casa vivían su mujer, que no trabajaba tampoco, el niño de veinticinco años que estaba desempleado desde que echaron a todos de la obra donde también había trabajado él y la niña de diecisiete que se sacaba un pequeño sueldo en una tienda vendiendo chucherías. Hacía unos meses que también se había instalado con ellos la suegra. La mujer estaba enferma y no se valía por sí misma. La mujer de Eugenio se encargaba de cuidarla, pero era de carácter difícil, se llevaba mal con Eugenio, pero él la soportaba. Pero por lo menos tenían su pensión con la que vivía toda la familia. Aun así habían tenido que elegir hacía bastantes meses entre comer y pagar la hipoteca. A Eugenio no le quedaba más remedio que atracar la sucursal del mismo banco donde tenía el préstamo.
--¡Vamos!¡Vamos! Déjate de remilgos –gritó Juan--. Vamos a hacer lo que teníamos pensado. A ver si te crees que los hijos de puta del banco han tenido la mitad de escrúpulos que tienes tú.
--Si no es por escrúpulos. ¡Si es que no somos ladrones, tío! Que nosotros no servimos para esto.
--¡Vaya por Dios! ¿Ahora te entra la pájara? Después de que compráramos estas pistolas de segunda mano a un colega mío que a saber de dónde las ha sacado. Y los pasamontañas en el chino. ¿Pero qué te pasa, leches? –dijo Juan tirando el pasamontañas al suelo.
   Eugenio miró a su amigo. Juan estaba en una situación similar a él, como casi todos los compañeros de la obra. Habían sido contratados para trabajar en una urbanización de veinte mil viviendas de lujo en la que iban a poder trabajar centenares de albañiles, fontaneros, carpinteros, etcétera. Pero los dueños de la constructora desaparecieron con el dinero, se cree que se fueron a algún país de ultramar, a algún paraíso fiscal, y dejaron la obra empantanada sin pagar ni a proveedores ni a trabajadores. Después cayó la bolsa en picado y vino la crisis. Las grúas se quedaron plantadas en el solar como árboles de ahorcados y las pocas paredes que habían llegado a levantar sirvieron de cobijo a alcohólicos, bandas callejeras y ratas. Desde entonces ni Eugenio, ni Juan, ni el hijo de Eugenio habían vuelto a trabajar, como muchos de sus compañeros de esa obra. De pronto Eugenio se caló el pasamontañas y gritó:
--¡Vamos allá! ¡No me lo pienso más! ¡Es ahora o nunca!
     Juan miró a su amigo. Luego sonrió y también se puso el pasamontañas. Sacaron las pistolas –eso sí, no querían más que asustar—y entraron en la sucursal del banco. Ahí se toparon en la puerta de seguridad con el detector de metales.
--¡Ostras, qué putada! ¡Se nos ha olvidado lo de la puerta! –exclamó Juan.
--Tú y tus maravillosas ideas. ¿Y ahora qué hacemos?
    En ese momento entró por la puerta una anciana que había venido a cobrar su pensión. Juan se abalanzó sobre ella, la rodeo el cuello con los brazos y le puso una pistola en la sien.
--¡Como no abran la puerta, te mato, vieja! --gritó.
    Dentro de la sucursal no había otros clientes en ese momento. Eran casi las dos y el banco estaba a punto de cerrar. Solo los dos empleados y el director que veían lo que estaba ocurriendo al otro lado de las puertas de cristal. Eugenio reconoció enseguida al director que resultó ser con el que había firmado la hipoteca de su piso hacía unos diez años. Maldijo ese momento.
--¡Abran la puerta o mato a la vieja! –repitió Juan.
    El director salió y abrió un lateral para que entraran los dos atracadores. Juan entró empujando a la señora sin apartar la pistola de su cabeza. Detrás les siguió Eugenio con el arma levantada y gritó al director:
--¡Abre la puta caja fuerte y saca todo el dinero! Si no, esta señora acabará con un agujero en la puta cabeza!
--Voy, voy. Pero todo con la calma. Yo abro la caja fuerte y os doy todo lo que haya dentro. Pero la caja fuerte tiene retardo. Hay que esperar a que se abra.  
--¡No me jodas con lo del retardo! –gritó Juan-- ¡Que me cargo a la señora!
--Yo no puedo hacer nada –respondió el director.
--Es cierto. Lo pone en la puerta –le dijo Eugenio a Juan en voz baja.
     Los dos atracadores se miraron durante una milésima de segundo. No habían contado con lo del retardo. No se habían fijado en nada de lo que ponía en la puerta. El atraco se lo habían imaginado mucho más fácil: entrar y coger el dinero y marcharse. Como en las películas.
    Los dos empleados de la sucursal estaban en silencio, mientras el director desapareció para ir a por el dinero. Solo se oía el susurro del aire acondicionado. La vieja gimió un poco. La tensión era pesada como el calor que ese día hacía en la calle. Los dos atracadores olían a sudor frío. A Eugenio le picaba la lana del pasamontañas. Maldijo a la mierda del chino al que se la habían comprado. Cuanto más tiempo pasaba, más le picaba. Se rascó un poco con la palma de la mano, sin bajar la pistola, pero el picor no se le pasaba. Juan le miró.
--¿Qué coño estará haciendo este tío? Al final la liará –pensó.
     Los dos empleados del banco permanecían con las manos en alto. El cajero, Simeón, un hombre de ya casi cincuenta años, algo entrado en carnes y con el pelo canoso, había estado trabajando en la sucursal hacía ya más de treinta años y siempre había creído que ahí se jubilaría. Aunque hacía algún tiempo que no lo tenía tan claro. La banca había cambiado mucho desde que él entró. Antes, él se sentía una persona al servicio de unos clientes a los que él aconsejaba cómo incrementar los ahorros. Ahora se dedicaba casi solo a vender seguros o regalar baterías de cocina. Instrucciones de arriba: primero los seguros y después las hipotecas. Si cerraban la sucursal, no sabe dónde acabaría. Posiblemente le pasaría igual que a esos dos desgraciados que estaban atracando la sucursal en ese momento.
     Maika, una chica joven, de unos treinta años y que estaba en la caja de la sucursal, soñaba con casarse pronto con su novio y crear una familia. Pero, a pesar de que los dos trabajaban, no les llegaba el sueldo para meterse en una hipoteca. Hacía algunos meses que habían despedido a su compañero en la caja y a ella le había reducido el sueldo en más de un treinta por ciento. Con esto de la crisis, los jefes hacían lo que les daba la gana.
   No era el primer atraco que vivía ninguno de los dos. Desde que la crisis económica había hecho mella en el barrio, ya en tres ocasiones algún desesperado había entrado para llevarse dinero de la caja y así intentar evitar un desahucio. Nunca habían salido bien esos atracos. La policía llegaba y se los llevaba detenidos. Estarían un tiempo en prisión, pero poco, por no tener antecedentes y por buena conducta saldrían enseguida. Estos atracadores de pega poco más sacaban que un buen susto, pero una y otra vez alguno lo intentaba.
     El director de la sucursal tardó en salir con el dinero de la caja.
--Aquí tenéis el dinero. ¿Qué queréis que haga ahora?
--Déjalo en el suelo. Ahí, sí. Ya lo cogemos.
--Pero soltad a la mujer.
--Primero el dinero. ¡Eugenio, vete a por él! –gritó Juan a su compañero.
     A Eugenio le temblaban las piernas. Maldecía el momento en que había hecho caso de su amigo. Pero ya era tarde. Estaba seguro de que les pillarían. La policía vendría a detenerles y los llevarían a la cárcel. Simeón pensó:
--Coged el dinero y salid corriendo. Vaciad las cajas de esta maldita sucursal. Los jefazos despilfarran el dinero de la gente en mariscadas y nosotros tenemos que complacerles por unos sueldos de mierda. Coged el dinero y disfrutadlo, cancelad la hipoteca y sed felices.
    Maika observaba la escena. Ese saco de dinero en el suelo resolvería todos sus problemas. Se podría casar con su novio y pagar la entrada de un piso. ¡Lo que ella haría por tener ese dinero ahora mismo! Cualquier cosa. Para juntar lo que había en ese saco, ella tendría que trabajar cinco años, al menos, y sin gastar nada. Ahora estos se llevarían el dinero sin más, sin trabajar, sin esforzarse como ella. Malditos.
     Eugenio se fue acercando a la saca con el dinero. Poco a poco y con cautela, como si fuera una mina a punto de explotar. Ahí estaba todo: la liberación de sus miserias, una vida digna y la tranquilidad. Todo en una simple bolsa. Se agachó a cogerla. Parecía quemar. Una vez asida, se la metió con decisión debajo de la axila y volvió a retroceder. Juan seguía sujetando a la mujer por el cuello. Ella había dejado de oponer resistencia.
--¡Ahora liberadla! –dijo el director con firmeza, señalando a la mujer.  
--¡Tú calla que ahora no mandas! –le gritó Juan en respuesta. Estaba pensando cómo actuar. No quería liberar a la vieja que ahora sería su seguro para salir bien parados de la situación.
     Eugenio le miraba. Ya no conocía a su amigo. Juan estaba fuera de sí. Improvisaba.
     De pronto se oyeron unas sirenas.
--¿Quién ha avisado? ¡Mato a la vieja!¡Mato a la vieja! –gritó Juan apretando la pistola aún más contra la sien de la mujer.
    Ella no hacía ni un ruido. Ni tan siquiera gimió.
    Los coches de policía se detuvieron delante de la sucursal. Policías armados hasta los dientes se parapetaron detrás de los coches, mientras otros cortaban las calles aledañas. Los atracadores no tendrían escapatoria ya. Juan estaba loco, poseso. Eugenio le miró y le hizo un gesto para que se calmara. Juan no hizo caso. Se sentía como un animal enjaulado. No tenía nada que perder, así que quitó el seguro de la pistola. Sonó un ‘click’. En cualquier momento podía apretar el gatillo. Eugenio seguía agarrando firmemente la saca con el dinero.
--¡Suelten el arma y salgan con los brazos en alto! –sonó desde la calle.
     Juan y Eugenio se miraron.  
--¡Repito! ¡Suelten el arma y salgan con los brazos en alto!
     Eugenio dejó caer la saca. Juan se sobresaltó y casi se le fue el gatillo. En medio del silencio que reinaba en la sucursal se escuchó de pronto un gemido. Eugenio estaba llorando y una mancha oscura apareció en el pantalón. Al verlo, Juan bajó el arma, la dejó caer y empujó levemente a la vieja que se fue renqueando hacia el director de la sucursal. Simeón y Maika observaban la escena.
     Eugenio se sacó el pasamontañas negro y se tapó la cara con las manos. Las piernas le temblaban.  
--¡No soy un asesino! ¡No soy un asesino! –gimió.
   Juan rodeó a su amigo con un brazo y los dos salieron de la sucursal. Afuera la policía les esperaba con tres coches patrulla y luces de emergencia.
--No soy un asesino. Solo quería pagar la hipoteca –volvió a gemir Eugenio al salir, dirigiéndose a un agente.
     Los coches patrulla se marcharon del lugar después de la captura de los dos atracadores, mientras gemían las sirenas. La prensa del día siguiente sacaría la noticia del atraco y la reducción de unos peligrosos delincuentes. Dentro de la sucursal, Simeón lloraba en silencio.

sábado, 19 de octubre de 2019

Cuando el niño era niño


Cuando el niño era niño,
andaba con los brazos colgando,
quería que el arroyo fuera un río,
que el río fuera un torrente,
y este charco el mar.
Cuando el niño era niño,
no sabía que era niño,
para él todo estaba animado,
y todas las almas eran una.
Cuando el niño era niño,
no tenía opinión sobre nada,
no tenía ningún hábito,
frecuentemente se sentaba en cuclillas,
y echaba a correr de pronto,
tenía un remolino en el pelo
y no ponía caras cuando lo fotografiaban.

Este fragmento del maravilloso poema del escritor austriaco Peter Handke, recientemente laureado con el Premio Nobel,  con que el Wim Wenders inicia la película El cielo sobre Berlin (1987). Me ha hecho pensar ahora en aquello que hemos perdido en la adultez: esa capacidad de ver todo como algo grande y maravilloso, de convertirlo todo en un juego en el que damos rienda suelta a la fantasía, en jugar con lo sencillo y estar conectados con todo. Cuando no veíamos diferencia entre unos y otros hasta que nos inculcaron que debíamos hacer distinciones entre colores, razas y religiones, mientras que antes jugábamos con cualquiera que se nos acercara a hacer compañía al arenero. Al final nos creímos que el vecino era malo y había que protegerse de él. Cuando nos dijeron que había que tener una opinión política. Entonces nos dijeron que había que concentrarse, pero no en juegos como antes cuando éramos niños, sino en el trabajo que es lo verdaderamente serio, lo único serio. De hecho la vida es sería: hay que comer lo correcto, hacer ejercicio, aprovechar el tiempo en cosas útiles y no solo alcanzar las cerezas más altas del árbol o lanzarle una vara para que quede vibrando en la corteza.
Leyendo este poema pues, tengo la sensación de que me he dejado algo en el camino, un camino hacia adelante, en busca de la supuesta felicidad que dan los títulos, las propiedades y el estatus, cuando ya la tenía y resultaba estar en ese convencimiento que todo el mundo era mi amigo y, sobre todo, en ese charco que para mí, de niña, se me hacía el mar. No puedo dejar de pensar en que quizás se nos hayan engañado.

sábado, 12 de octubre de 2019

El baobab que bailaba seguidillas


El baobab que bailaba seguidillas
Érase una vez un baobab que vivía en la Isla de Santa María, frente a la costa este de Madagascar, cerca del mar y no muy lejos de un cementerio de piratas en el que las tumbas se habían señalado con banderas negras, pintadas con una calavera y tibias cruzadas blancas, que se mecían en el viento cálido del Océano Índico.  Nuestro amigo el baobab vivía satisfecho y feliz en su comunidad de baobabs, viendo cómo se levantaba el sol en el este por encima del océano y se volvía a poner detrás de la isla, más allá de Mozambique y mucho más lejos de lo que la vista le alcanzaba. Jugaba con los pájaros que hacían nidos entre sus ramas, veía reproducirse y jugar a los lémures, los gecos y las majestuosas boas como serpenteaban entre la maleza. Se sentía pleno y satisfecho. Sin embargo, había algo que le faltaba para ser completamente feliz: tenía alma de artista y pasaba las horas soñando con ser un pintor, un músico o un poeta. A menudo, pese a que estimaba mucho a sus amigos y vecinos, los otros baobabs, se aburría un poco porque ellos eran mayores, acomodados y burgueses, habían dejado de lado el espíritu de niño y habían perdido la capacidad de soñar y crear. «La vida es seria y uno tiene que crecer y convertirse en un baobab de pro», repetían a menudo con aire condescendiente.  De este modo, las vidas de los baobabs más mayores y aburguesados parecían haberse estancado, mientras que nuestro baobab protagonista se iba con la mente a la luna y a las estrellas y viajaba por mundos imaginarios en los que siempre era el protagonista.
Los baobabs son árboles curiosos. Son diferentes al resto de los árboles. A veces parecen árboles al revés puesto que parecen tener las raíces arriba y la copa enterrada. De familia Malvaceae y género Adansonia, el tronco masivo va adquiriendo la forma de una botella a partir de los doscientos años de edad y pueden vivir hasta mil años, alcanzando una altura de treinta metros y un diámetro de once. Los baobabs en África se consideran árboles sagrados cuyas flores de pétalos blancos son hermafroditas y el fruto parece un melón alargado. Además se pueden convertir en depósitos de agua que almacenan miles de litros. Por eso grandes poetas han loado este árbol y la comunidad de baobabs se sentía muy orgullosa de este legado.
Un buen día llegaron unos turistas venidos del sur de España de una ciudad de Jaén que se llama Alcalá la Real atraídos por las maravillas que habían oído sobre África y acamparon junto a nuestro amigo. Por la noche encendieron una hoguera y, después de cenar, reunidos todos alrededor del fuego y al fondo con un cielo salpimentado de estrellas, uno de ellos se puso a cantar unas hermosísimas canciones de flamenco: tientos, alegrías, fandangos y bulerías mientras sus amigos le acompañaban con las palmas. Cantaban y reían alrededor del fuego: «¡Ay, penas, penas tiene mi mareeee…!». El baobab escuchaba extasiado esas bellas canciones y en algún momento se le escapó alguna lágrima de savia que bajó rodando por el tronco.
Una de las veces el cantaor entonó una canción extraordinariamente hermosa con un ritmo distinto a los demás, una fuerza especial. Esta canción era una seguidilla. Cuando la oyó, nuestro amigo el baobab se emocionó aún más. Miró hacia el cielo y con la voz quebrada exclamó: «Ese es mi arte. Por fin lo he encontrado».
Al día siguiente, cuando se hubieron marchado los turistas, el baobab comenzó a mover sus ramas y sus hojas al son de las canciones que había escuchado y que aún guardaba en su memoria. Comenzó a moverse y a girar el tronco al son del ritmo que aún le sonaba en el recuerdo y poco a poco se sumergió en la música, para sacar el sentimiento que llevaba dentro. La experiencia le entusiasmó, de modo que comenzó a ensayar todos los días.
«Tú no sabrás bailar nunca», le decían sus compañeros baobab. «Eres un árbol. Los árboles no bailan. Tienen raíces y no se pueden mover de donde están». Nuestro amigo no les hizo caso y prefirió escuchar su llamada interior. Bailaba y ensayaba y se movía expresando su arte sin moverse, claro, ni un ápice de su sitio.
Después de un tiempo ya sabía bailar bastante bien y sentía con toda el alma el baile y el arte: desde la corona, las ramas y las hojas, hasta las raíces. Lo mejor que se le daban eran las seguidillas. Ese palo triste, con su melancólico ritmo trágico: un, dos, un, dos, un, dos, un, dos, tres, un, dos, tres, un…El baobab se metía de lleno en el papel de bailarín y se dejó llevar por el duende, moviendo las ramas y las hojas al son: tás, tás, tás y raca, giraba el tronco mirando hacia atrás con mirada férrea y desafiante. Las raíces hacían las veces de bata de cola mientras que sus flores blancas parecían los  lunares de un traje de faralaes. A veces movía las ramas y los frutos se mecían y se chocaban los unos con los otros produciendo un sonido parecido a las castañuelas. Nuestro amigo se sentía feliz y completo.
Había nacido una estrella. No sabemos si sus otros amigos baobabs llegarían a comprender arte, pero le toleraban esas pequeñas excentricidades de divo, porque el baobab al fin y al cabo tenía un gran corazón. Llevó el sentimiento en su corazón de madera hasta el final de sus días. Muchas noches, rodeado de todos los retoños que habían ido apareciendo junto a él, hijos y nietos baobabs, le escuchaban una y otra vez la historia de aquella noche mágica en la que conoció el flamenco, seguida de una pequeña demostración de su arte imperecedero. Así fue que en la Isla de Santa María se quedó para siempre un trocito del sur de España.

domingo, 6 de octubre de 2019

Un día caminando por la calle


 Un día iba caminando por la calle y se encontró con un gato azul. Él se quedó parado. “¡Un gato azul!?” De dónde habría salido esa extraña criatura que le estaba mirando con una mirada penetrante como solo lo saben hacer los gatos.
--¡Miau! –le dijo el extraño animal en un tono que parecía ser completamente normal--. ¡Miau!
--Hola. ¿Quién eres tú? ¿Y por qué eres azul? –le preguntó el niño.
--¡Miau! –fue la única respuesta que recibió.
      El niño extendió la mano para acariciarlo y el gato se dejó. El animal se acercó un poco, arqueó un poco la espalda y se dejó acariciar el hermoso lomo azul añil que brillaba bajo la luz del sol.
--¡Qué guapo eres! –le dijo el niño.
--¡Miau!
     La piel no parecía estar teñida, sino ser azul natural. Y el gato llevaba su azulidad por la vida con la mayor naturalidad. Tan solo se sorprendía el niño. La gente que iba caminado por la calle no parecían darse cuenta de este detalle. Iban enfrascados en sus pensamientos sin percatarse de que estaban pasando cerca de un extraño animal, un animal casi de fábula o mágico. Pasó una madre con su niña de la mano. Ella arrastraba a la que probablemente sería su hija de una mano con determinación y fuerza. La niña se quejaba. Tenían prisa porque llegaban tarde a alguna parte. La madre parecía estresada. La niña se detuvo y quiso contemplar el gato.
--¡Mami! ¡Mira que gato!
     Pero la madre tenía demasida prisa ahora para fijarse en un gato y tiró de la niña.
--Vamos, hija. Que tenemos mucha prisa y no llegamos al cole. Ya vamos tardísimo.
--¡Pero mami!
    No sirvieron para nada las protestas y pronto se alejaron madre e hija calle abajo en dirección de los edificios del colegio.
     El niño acarició un poco más al gato y luego dijo:
--Me tengo que marchar porque mi madre me espera en casa con el recado, pero pronto nos veremos otra vez. Yo paso por aquí todos los días.
     El niño, que se llamaba Juanito, volvió a coger las bolsas que había dejado en el suelo con la compra. Llevaba una cabeza de coliflor, un tetrabrik de leche, un bote de chocolate en polvo, unos huevos y poca cosa más. La madre de Juanito, que llevaba ya algunos años divorciada, se había quedado en el paro hacía muchos meses. Pero con 52 años ya no la empleaban en ningún sitio. Había estado trabajando en la fábrica cercana, había sido operaria de la cadena de montaje –un trabajo duro y arduo, además de mal pagado—y con el escaso sueldo habían ido sobreviviendo ella y su hijo. Ahora ella había caído en cierta depresión o inercia y no buscaba ya un nuevo empleo ni se movía casi de casa. Se pasaba el día bebiendo tinto de tetrabrik y fumando tabaco del barato. Vestía siempre el mismo chándal viejo y raído, tachonado de múltiples manchas de diversa procedencia y unas zapatillas de deporte rotas y desgastadas que en su día habían sido blancas. A Juanito le daba mucha rabia ver a su madre así. Como adolescente que era, no sabía canalizar esa rabia y a menudo pegaba puñetazos a las paredes haciéndose él daño en los nudillos. Pero era un buen chico. Había conseguido que en el bar de al lado le dieran un trabajo recogiendo y limpiando mesas. No le pagaban, pero le daban un plato para comer y para cenar todos los días para él y para su madre. Él no faltaba ningún día a hacer ese trabajo.
     Juanito aún iba al instituto, pero muchos días faltaba. Su madre, que muchos días educativo tradicional. Por eso muchos días se quedaba en casa para ayudar a su madre. El día en el que se encontró con el gato azul había sido uno de esos días. A sus catorce años, a medio camino entre el niño y el adulto, había dejado de creer ya en la magia de la vida. Hasta que se encontró a ese extraño animal, acurrucado sobre el muro, que le miraba como solo los gatos saben mirar. 
Él no veía mucho sentido en ir al instituto. Si bien deseaba para sí y para su madre un futuro mejor, había dejado de creer en el sistema mirada, de un intenso verde, era penetrante, observadora, reveladora de una profunda sabiduría ancestral.  Juanito se sentía algo inquieto pues percibía que el felino sabía más sobre él de lo a él le convenía. Parecía tener un alma muy antigua y reírse de las pobres desgracias de los humanos, ignorantes del verdadero sentido de las cosas.
     Al cabo de dos o tres días, Juanito se volvió a encontrar al bicho sentado plácidamente al sol junto al muro. El animal, medio adormilado, no hizo mucho caso al chico. Solo abrió un poco los ojos y lo observó con indiferencia. Después siguió con su siesta como si el muchacho no existiera, ni estuviese ahí junto al muro.
--Hola, bicho. ¿Qué tal estás?
   El gato abrió un poco los ojos para volverlos a cerrar.
--¿Quieres seguir durmiendo? Te dejo en paz. Eres muy guapo, con ese pelo azul. Qué extraño que nadie se haya dado cuenta de eso?
     El gato comenzó a ronronear. Parecía entender las palabras de su nuevo amigo y se sentía a gusto con ellas. Se estiró un poco, dejando la panza al sol. Juanito alargó la mano para acariciarlo y el gato se dejó.
--Tengo pocos amigos. En realidad, no tengo ninguno. Así que serás mi amigo, gato.
  El bicho ronroneó de nuevo un poco mientras Juanito le acariciaba y le hablaba.
--Amigo.
     Juanito se regocijaba con el sonido de la palabra.
--Amigo –repitió.
     Al día siguiente, Juanito trajo consigo un poco de pienso seco para gatos y se lo dejó al animal cerca. El bicho se estiró, levantó la cola en señal de absoluta felicidad y se acercó al cuenco de plástico para comer un poco. El muchacho se quedó en su sitio, observando cómo comía su nuevo amigo. De pronto se sintió unido a ese animal mucho más de lo que se pudiera imaginar. ¿Y si el animal fuera una parte de él, su alma primigenia, su alma de niño, su yo esencial que se había escapado y se había convertido en un ser distinto, un ser excepcional que ahora se había manifestado delante de él? Así, convertido en un ser distinto, Juanito le haría más caso, en lugar de querer esconderlo en los confines de su mente porque la sociedad y la educación ya estaban haciendo sus estragos en el muchacho que se estaba alejando de su verdadero ser. Ahora el alma se había convertido en un gato azul antes de que Juanito se hubiera perdido para siempre en el laberinto sórdido de la adultez.





















martes, 24 de septiembre de 2019

Era martes


Era martes. La gatita se acercó a su cama a primera hora de la mañana, pero ella no se movía. El animal, esperando ver a su dueña despierta, saltó sobre la cama. Se acercó olfateando a la cabeza de su dueña. Esta seguía sin moverse. La gatita se dio pequeños golpecitos con una pata delantera para hacer que se moviera. Era hora de desayunar ya su porción de comida húmeda. Además, ¿qué era eso de dormir tanto? Las siete de la mañana es una hora perfecta para jugar con ella. Pero su amiga no se movía.
El corazón gatuno del animal comenzó a preocuparse. No era normal eso. Su dueña tenía costumbres que realizaba con la precisión de un reloj suizo: todo lo que hacía ocurría siempre a la hora exacta. Nunca fallaba. Por eso era tan raro que ahora no se moviera. La gatita maulló. Nada. Maulló un poco más fuerte. Nada. Se volvió a subir a la cama y pegó un par de saltos sobre el cuerpo inerte de su dueña. Maulló aún más fuerte un par de veces más y luego se acostó sobre el edredón esperando con paciencia alguna reacción de su dueña.
Doña Paca, Paquita para sus amigos, era una mujer de casi noventa años que vivía sola. Viuda desde la guerra, se había dedicado a criar a sus hijos, Flor y Manuel, como pudo. Gracias a su muy escasa pensión y a una pequeña mercería que había conseguido abrir, había conseguido sacar a sus hijos adelante e incluso darles estudios, al menos al hijo varón. La niña ya se casaría y no hacía falta que estudiara. En cualquier caso, para que estudiaran los dos no había dinero. Manuel hizo una carrera brillante como profesor de universidad, se casó con una niña bien y se establecieron en el barrio de la ciudad. La niña acabó el graduado escolar y conoció al que se convirtió luego en su marido, tuvieron tres e hijos y se fueron a vivir una vida.
Paquita se quedó sola entonces. No iban mucho a verla porque, claro, tenían muchas ocupaciones. Pero Paquita se sentía muy orgullosa de sus hijos y nietos y siempre enseñaba fotos de todos ellos a aquel que la hiciera un poco de caso. Claro que las fotografías más  nuevas tenían ya varios años. No había habido tiempo de hacerse unas más recientes para la abuela. Los nietos, adolescentes ya, tampoco tenían tiempo de ir a verla. Había otras cosas más interesantes que hacer que escuchar las historias de la abu que se repetía más que los ajos.
Pero Paquita no paraba de decirle a todo el mundo que el domingo vendrían a verla. Seguro. Solo que nadie estaba seguro de qué domingo era. Paquita vivía de ilusiones y fantaseaba con preparar a sus nietos unos buenos tazones de colacao con muchas galletas María o tres o cuatro madalenas que eran la única merienda de verdad. Pero los nietos no venían nunca.
Un día, mientras daba un paseo por el barrio vio una gatita vieja, sucia a la que faltaba un ojo pues lo había perdido durante una pelea contra algún macho. Tenía la panza caída y las tetillas un pocos salidas, señales inequívocas de haber pasado por varios partos. Paquita y la gata se miraron y comprendieron, cada una a su manera, que en este mundo las dos estaban muy solas. Paquita se marchó, pero volvió al día siguiente al mismo lugar con un poco de chopped de pavo. La gata lo engulló con avidez. Aún mantenía las distancias. Un animal que se ha llevado tantos palos en su vida, tiene que mantener cierta prudencia.
--Hola chiquitina –le decía la vieja--, estamos las dos muy solitas. Pero yo te daré algo de comer. Chiquitina.
La gata la miró y parpadeó con el único ojo que la quedaba en señal de que había comprendido lo que la estaba diciendo.
Paquita tomó por costumbre acercarse todos los días a ver a su nueva amiga. Compró un pequeño saco de pienso seco en la tiende del barrio y llevaba a la gata su porción diaria. El animal acabó dejando de lado las precuaciones y se acercaba a su amiga sin miedo, se retragaba por las piernas y se dejaba acariciar. Pronto las dos acabaron necesitándose mutuamente y un buen día la gata siguió de cerca los lentos pasos de su amiga humana hasta llegar al pequeño apartamente donde esta vivía. Paquita dejó que la siguiera y que entrara en su casa donde el animal, después de investigar minuciosamente todas las esquinas, se instaló en el viejo sofá.
Paquita cuidó de la gatita, la lavó un poco con un paño húmedo, la limipó el ojo, la quitó las legañas y la acicaló y limpió. No consiguió, sin embargo, cortarle las uñas. La gata no iba a consentírselo todo. De este modo comenzaron a vivir las dos en mutua compañía y se volvieron imprescindibles la una para la otra. No se sabe muy bien si Paquita había adoptado a la gata o si había sido al revés.
En cualquier caso, nada de eso importaba sino que ahora ya no estaban solas, ninguna de las dos. Un buen día se acercó el hijo de Paquita para ver a su madre. Vino solo para hacer una visita de cortesía. El resto de la familia no había tenido tiempo de acompañarlo.
--¡Pero ¿qué haces con un animal en casa?
--Pues es que lo he adoptado. Nos hacemos compañía.
--¿Y de dónde la has sacado?
--Me la encontré por el barrio.
--¿Qué!? ¡Encima es un animal de la calle! ¿La habrás llevado al veterinario por lo menos?
--No. No me llega la pensión para veterinarios.
--No fastidies mamá. ¿Cómo metes en casa un bicho de la calle con las enfermedades que puede transmitir?¡Ahora mismo la estás sacando de aquí!
--Pero Manuel. Es mi amiga. No la puedo abandonar otra vez –dijo la vieja casi llorando.
--Da lo mismo. A ver si vamos a tener una desgracia.
--Mayor desgracia que la vejez y la soledad no creo –contestó Paquita enjugándose las lágrimas.
La gata observaba la escena desde su escondite debajo del sofá donde se había metido cuando llegó Manuel de visita. El animal intuía que se estaba hablando de él y que algo ocurría. Manuel no la gustaba nada.
De pronto a Paquita le llegó una fuerza de vete a saber dónde y se plantó frente a su hijo diciendo:
--La gata no se va de esta casa.
--Eso ya lo veremos –contestó Manuel.
--De ya lo veremos, nada. Sigo siento tu madre y en esta casa mando yo. La gata se queda.
La contundencia con la que habló la vieja desarmó a Manuel que no consiguió responder. Así que no le quedó más remedio que respetar el deseo de su madre, aunque fuera a regañadientes.
De este modo la vieja gata se quedó a vivir en casa de Paquita y ambas se convirtieron en amigas inseparables, uña y carne, brindándose mutua compañía y apoyo. La mujer le contaba a la gata penas y alegrías: cómo había conocido a su Jorge; los momentos en los que nacieron sus hijos; el momento en el que enviudó; y cómo le hubiese gustado que sus hijos y nietos la visitaran más ahora que se había hecho mayor y desvalida.
La gata, que observaba a su amiga humano con el único ojo sano que tenía, parecía entender perfectamente lo que la estaban contando. Cuando a Paquita de vez en cuando se le escapaba una lágrima, la gata se le acercaba y se restregaba en sus piernas, consolando a su amiga y ofreciendo su apoyo incondicional.
Entonces Paquita se agachaba con dificultad y acariciaba el lomo de su amiga felina con una mano ajada y arrugada, llena ya de manchas de senectud, pero también de inmenso amor. Después iba a la cocina y picaba una loncha de pavo y se la daba a comer al animal. Entonces decía:
--Pero este domingo seguro que vienen a merendar. Habrá que prepararse.
La gata tan solo se comía su pavo en silencio.
Hoy Paquita no se movía en su cama. La gata maullaba y la tocaba con una pata para ver si despertaba. Pero Paquita no se movía. Estaba fría. La gata se tumbó junto a su amiga y no se movió. Así las encontraron a las dos, cuando días más tarde alguien echó de menos a Paquita y entraron en la casa. Solo quedaba llevarse el cadáver de la vieja.